El Peso de la Nube

27/12/2013

El Peso de la Nube

Quincy, Washington

Quincy (Washington), en el noroeste de Estados Unidos, es una población agrícola de siete mil habitantes con dos supermercados y dos ferreterías. El New York Times la define como «una comunidad de agricultores en medio de un desierto», y hasta hace poco su principal actividad productiva era el cultivo de patatas y judías. Pero no sería exagerado afirmar que, desde hace unos años, Quincy se ha convertido en una de las capitales de Internet. No por supuesto de la emprendeduría digital; en Quincy no hay startups, y probablemente tampoco espacios de coworking ni cafés llenos de MacBooks. Quincy es el reverso de las ciudades bandera del capitalismo cognitivo, pero, sin comunidades como esta, nuestra vida en la Red tal como la desarrollamos hoy sería inviable. Quincy es, literalmente, la Red.

Entre los campos de cultivo que rodean al pueblo, han aparecido progresivamente grandes cajas anónimas, algunas de ellas con la extensión de varios campos de fútbol. Compañías como Yahoo!, Dell o Microsoft han elegido este punto geográfico para construir varios de sus data centers, las grandes instalaciones industriales en las que se almacena y desde las que se distribuye todo lo que contiene ese espacio, personal y colectivo a la vez, que hemos bautizado como la nube.

La nube, el nombre genérico para los servicios que preservan nuestras fotos, documentos de trabajo, mensajes de correo electrónico. En la que se almacenan vídeos virales y canciones de éxito, blockbusters cinematográficos, mapas digitales que usamos a diario para guiarnos por las calles de cualquier ciudad. Con la que entramos en contacto decenas de veces a lo largo del día desde nuestro smartphone, nuestra tablet u ordenador personal. Es quizá una de las metáforas más engañosas que el marketing haya acuñado, porque detrás de ella no hay nada ligero ni intangible. Nuestra insaciable sed de datos ha producido una gran industria pesada que, en muchas cosas, no se diferencia demasiado de las factorías de la era mecánica.

Vista aérea de los centros de datos de Quincy, WA.
Vista aérea de los centros de datos de Quincy, WA. Fuente: PRLOG

Quincy es un puerto clave dentro de las rutas globales del tráfico de información. Le acompañan otras localidades anónimas como The Dalles (Oregon), Ashburn (Virginia), Lenoir (Carolina del Norte) o, fuera de Estados Unidos, Sant Ghislain (Bélgica). Estos hitos de la geografía emergente de los datos no han sido elegidos al azar. A pesar del bestseller de Tom Friedman, el mundo no es plano, ni Internet tampoco. Entre los factores que determinan dónde se sitúa un data center, tiene un peso lo económico –la disponibilidad de suelo o los incentivos fiscales–, pero, por encima de todo, su funcionamiento requiere del acceso directo a infraestructuras que le ofrezcan grandes cantidades de electricidad a bajo precio, y de un clima seco y frío que facilite la tarea de mantener bajo control la temperatura en su interior, donde giran miles de discos duros que necesitan ser refrigerados. Mantener nuestro ritmo incesante de producción y consumo de datos y asegurar que estos estén accesibles en cualquier momento tiene un coste no trivial.

El consumo eléctrico de la vasta infraestructura industrial desplegada por la nube ya no es una cuestión anecdótica. Los cálculos exactos de la energía necesaria para mantener operativos los data centers de todo el mundo varían de año en año, pero las estimaciones no bajan del 1,3 por ciento de la producción mundial. La industria vive en una carrera constante por hacer sus sistemas más eficientes, y por utilizar fuentes de energía renovable –Google, Amazon o Facebook son los primeros interesados en reducir el importe de su factura energética. Pero, a la vez, el número de instalaciones nuevas por todo el mundo no deja de crecer. Además, estas cifras solo incluyen la energía que requiere mantener los servidores en funcionamiento, no la que utilizamos alimentado nuestros routers, cargando las baterías de nuestros ordenadores y teléfonos, ni la que se emplea fabricando procesadores, discos duros y pantallas multitouch.

Mantener la ilusión de que las tecnologías de la comunicación operan en el territorio de lo virtual se vuelve más difícil cuanto entendemos hasta qué punto no son estrictamente una industria limpia. La contaminación emitida por los data centers –en especial por sus generadores diesel que se activan en caso de fallo eléctrico, consumiendo combustible– aparece con cada vez mayor frecuencia en las relaciones de violaciones de las normativas medioambientales por emisiones contaminantes. Amazon recibió más de 24 multas por este concepto entre 2009 y 2011.

Si a veces un data center se ve obligado a quemar diesel para mantener el servicio, es por culpa del sacrosanto uptime, un concepto central en la industria que se refiere al porcentaje del tiempo que garantizamos que un servicio estará funcionando. Los gigantes como Google o Facebook aspiran a un uptime del 100%, y exigen no bajar de un 99,9%. Para garantizar esta fiabilidad, es necesario un amplio margen de capacidad de respuesta que asegure que el servicio estará disponible incluso cuando haya una punta de demanda muy por encima de la media. Es preciso que muchas piezas funcionen correctamente para que podamos subir esa foto a Instagram ahora, y ni un segundo más tarde, o para que un nuevo vídeo de Miley Cirus o de Lady Gaga se extienda víricamente por las redes sociales.

Entre el secreto y el monumento

Una de las razones por las que ha sido sencillo mantener durante mucho tiempo la ilusión de la intangibilidad de la nube ha sido el tradicional secretismo de la industria de los data centers, que ha desarrollado su tarea desde la opacidad y la discreción. Mientras que, a lo largo de la última década, las atractivas posibilidades de interacción que abren la Web 2.0, las redes sociales y la Internet móvil se sitúan en el centro de la conversación pública, fuera del foco de atención se despliega sin ningún deseo de visibilidad la arquitectura tecnológica necesaria para hacerlos operar. Durante muchos años, las grandes compañías tecnológicas han preservado celosamente el número y la localización de sus data centers. Este deseo de invisibilidad, fundamentado habitualmente por la necesidad de mantener estrictas medidas de seguridad en las instalaciones y evitar el espionaje industrial, se expresa en el diseño de sus construcciones. Grandes cajas sin ningún carácter arquitectónico, cerradas sobre sí mismas, sin signos de identificación exterior ni logos corporativos que permitan asociar el contenedor con lo que su interior preserva. Los data centers podrían ser los no-lugares definitivos, porque prácticamente no son ni siquiera edificaciones. Hasta el 85% del coste de construcción de un data center va a parar a sus sistemas mecánicos y eléctricos. A estos les envuelve tan poca arquitectura como sea posible.

Mientras el sector de Internet esquivaba toda conversación acerca de los espacios industriales que se esconden tras sus interfaces, ha sido raro que hubiese nada destacable en términos arquitectónicos que mencionar sobre cualquiera de ellos. Por supuesto hay excepciones; la más notable durante unos años ha sido Pionen. En operación desde 2008, se encuentra en el interior de un antiguo búnker nuclear en el centro de Estocolmo. Su propietario, el proveedor de Internet Bahnhof, lo ha diseñado como si fuese el escenario de una película de James Bond de los años setenta, con cascadas, vegetación, salas de reuniones suspendidas sobre el espacio, y hasta los motores de un submarino alemán como decoración. Durante 2010, Pionen albergó los servidores llenos de secretos de Wikileaks.

En los últimos dos años, sin embargo, algunas de las actitudes dentro de la industria han comenzado a cambiar, y algunos pronostican el fin de la era del anonimato. Conscientes del interés que despiertan, a medida que prensa y turistas de las infraestructuras se han acercado a sus formas anónimas, Silicon Valley no ignora que están destinados a convertirse en símbolos arquitectónicos de un nuevo poder, en castillos de la era de la información.

El 6 de junio de 2011, en su última aparición en público solo cuatro meses antes de morir, Steve Jobs mostraba imágenes del data center que su empresa había construido en Maiden (Carolina del Norte) expresamente para el lanzamiento de iCloud, el servicio que preservaría los documentos de los usuarios de Apple. En diciembre de 2012, Google da un paso no predecible y muestra el interior de varias de sus instalaciones en distintos puntos del mundo, a través de las imágenes de la fotógrafa Connie Zhu.

Google Data Center
Google Data Center

Los nuevos data centers parecen destinados a reconocer su carácter simbólico que los convierte en más que simple infraestructura industrial, a medida que los arquitectos los transforman en iconos, en la encarnación material de la Red. En el este de Londres, la instalación Telehouse West muestra una fachada sin ventanas segmentada en rectángulos de distinta graduación de color, que solo se puede definir como «pixelada». En otros casos, los data centers se esconden a plena vista en el mismo centro de las ciudades, canibalizando edificios que antes tuvieron otra función. En Manhattan, el edificio de la New York Telephone Company, una torre gris de 32 plantas junto al puente de Brooklyn que se avista desde múltiples puntos de la ciudad, está siendo vaciado para convertirse en otro contenedor de servidores y sistemas de refrigeración.

Mientras nuestra necesidad de almacenar datos no para de crecer, la industria de los data centers sigue extendiéndose por la geografía del planeta, alcanzando paisajes alejados de núcleos urbanos y campos de cultivo. En Suecia, Facebook cuenta con un centro en Lulea, en el mismo límite del círculo polar ártico. Por su parte, Google registró en 2008 una patente que describe un posible modelo de data center flotante que funcione de manera autónoma en alta mar, alimentado por la fuerza del viento y el movimiento de las olas. Es difícil saber si esta visión se acabará transformando en parte de nuestro paisaje infraestructural, pero hay más consenso en que el número de personas necesarias para hacer operar cada uno de estos almacenes de la memoria –hoy en día entre 25 y 40– será cada vez menor. El data center del futuro es un inmenso almacén oscuro en el que nunca se enciende la luz. Los robots que se encargan de su mantenimiento no lo necesitan.

Dejar una respuesta